miércoles, 4 de mayo de 2011

"Promesa", por Jace Beleren Vess

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Aquel terrible vacío arrancaba a la ausencia. Una ansiedad que sangraba sus carnes e 
inundaba sus pupilas de los recuerdos amargos que la sobrevinieron. Su piel palidecía 
como sus propios huesos y de su garganta brotaban súplicas. 
Toda su vida se desvaneció. 
Lo que quedaba de su tiempo no eran ya sino imágenes borrosas que la evocaban a los 
días en los que todo era bueno. Un tiempo de prosperidad quizá. Un infinito que se 
acabó para los dos. 
Y desde allí, en su habitación, en su cama, en su alma, la niñita que fue con él lloraba 
desconsoladamente por la presencia del dolor, que como llamas la atizaban en un sinfín 
de promesas rotas. E igual de fracturado, era el cuadro que miraban sus ojos lejanos. 
En él se vio a sí misma. Cuando su sonrisa era esperanzadora, cuando su pelo era lo 
único rojo. Ahora lo es también la sangre que llena sus brazos. 
Y junto a su figura, él.  
No pudo mirar su rostro. Era tal el desgarro en su ser, semejante el malestar, que 
deseaba morir. Caer en ese pozo de desesperación que llaman Muerte, sorpresa de 
incautos y costumbre de viejos. Era el fin. Una vida de dedicación. Unos años de 
renuncia a todo lo que más ella quería. Unas semanas de sonrisas forzadas cuando 
realmente, estaba mal. Todo para acabar en un solo día con un adiós tan efímero. 

Aquella discusión fue el foco de todo. La consumación de la ternura. El último beso, no 
obstante, el más amargo. 
Y ahora le tocaba sufrir por sus actos. Por no seguir perdonando la indulgencia y la 
vanidad. Porque todos tienen un límite. Y él, no aprendía.  
Eran muchas las veces que sentía el agrio sabor de la decepción. Y aunque ambos 
intentaron crecer juntos, precisamente si había un final feliz, no sería el suyo. 
Pero no había vuelta atrás. Su afectado corazoncito se encogía de frío cada vez que lo 
recordaba todo.  
Nadie sabe cuánto tiempo pasó la incongruente chica en casa. Pero semejante fin se 
merecía mucho más padecimiento del que podía canalizar. Porque los días eran suspiros 
y los segundos, desconsoladas melodías de una arcaica gramola. 
Por eso no había más compensación para ella. Solo le esperaba morir. Por esas razones, 
otras que no conocía. O porque sencillamente no le quedaban motivos. Por ende, 
Decidió suicidarse. 

En el mundo de fuera todo era tal y como ella. Una confluencia de todos los elementos 
atmosféricos posibles de la naturaleza. Lluvia. Frío, de nuevo. Nada en ella era más que 
pedazos. Pues la discordia de los dos corazones ya acabó.  
Nunca lo hubiera deseado a nadie. No podía pensar en ello. Pero en aquella lúgubre 
noche camino a no ver el sol de nuevo, era lo único que parecía calmarla. El funesto 
temor a no existir, a dejar de existir en aquél mundo de apariencias e ilusiones.  
Sería algo rápido. Como su duración. Como la vida misma. 

Y allí se vio. Dispuesta y con el único consuelo de su soledad, que si bien no sea la 
palabra idónea, la animaba a su encuentro. Llegó a lo más alto de la ciudad, junto a la 
presa. Allí en lo alto de la tapia pudo admirar decepcionada el resto de las luces de las 
superficiales personas, dañinas e irreflexivas, en el espacio de sus hogares. Cerró los 
ojos fuertemente. En esta última función, ella fue el muñeco del extravagante titiritero 
que era él. Empero decir que esta vez, el remendado telón caería una vez más y para 
siempre. La altitud para la tragedia, grande. Dudas la asaltaron de nuevo, dejándolas 
llevar por la impura brisa helada. Un solo salto. Un solo salto…Que No llegó a dar. 

Como una cadena a un reo se unían sus manos.  
Era él. 
No obstante, sus ojos guardaban pena. Un hilo frío de vida y añoranza. D 
esde el más lejano extremo de sus venas, de su sangre, de su vida, ella también sintió 
nostalgia. Por él. Por todo lo bueno e importante para ellos. Porque el resto no importa. 
Ambos rotos en lágrimas y agarrotados, se abrazaron.  
Probablemente el abrazo más cálido que nunca recibió. De nadie más que de él. 
Porque al fin y al cabo, ni la más dura pena los separaría. Fueron minutos de razón, de 
disculpa. De arrepentimiento y de aprender a crecer. Unieron fijamente sus miradas. Sí; 
Estaba segura de que él era sincero. Que aquél amor de jóvenes no era un juego de 
niños. 
Era real. 

Repetidamente, un primer último beso. Si bien sus cuerpos cayeron del filo de la tapia, 
no sintieron pánico. Sus corazones no se convertirían en escombros. Por muchas 
disputas.  
Por nada.  



Allá abajo encontraron las sirenas los dos cuerpos sin vida. Enlazados por una mano, 
Y una abatida y débil sonrisa en cada uno de sus labios. 


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